Quédate...

"There was a boy, a very strange enchanted boy.

They say he wandered very far, very far
Over land and sea. A little shy and sad of eye
But very wise was he". -E. Ahbez

Entró sigiloso. Te miró con los ojos tristes, asustado. Afuera soplaba el aire helado del invierno. Sería por eso que venía con cuatro capas de ropa: camisa larga, camiseta corta, abrigo y parka. Lo saludaste como siempre: “¿Hace frío?” Te contestó con la cabeza. Era la pregunta habitual. Lo guiaste hasta la pieza, donde sólo iluminaba una lámpara roja, alargada, con símbolos chinos dibujados en tinta negra. Era una pieza grande. Al entrar, golpeaba las fosas nasales un aroma niño, a confitería. Una cama grande extendía sus brazos. A su lado, una mesita con una lámpara diminuta que asemejaba un arco iris y encima, un rollo de papel toalla. Junto a la pared, una silla y a sus espaldas, bastante arriba había un estante con tres peluches. Un perro gigante con ojos muy abiertos, un gato gris con cara de susto y un marcianito verde.

Él no dijo nada. Te miraba como esperando instrucciones. Se notaba que era la primera vez. Lo miraste y le sonreíste. Lo invitaste a ponerse cómodo y le dijiste que aunque no había estufa, se calentaría igual. Una de esas típicas frases ensayadas que sueles usar. Te miró nuevamente sin decir nada. Sólo atinó a darte un rollo de billetes, que pusiste sobre la mesa.

“¿Quieres ir al baño?”, le preguntaste. Te dijo que no. Fue un “no” sobrio, asustado aún. Entonces saliste de la habitación. Al volver a entrar, él sólo traía puestos sus jeans. Te miraba mientras intentaba ocultar que le temblaban las piernas. Lo notaste cuando te le acercaste; cuando lo tuviste de frente, te miró y te besó. Sus lenguas empezaron un juego que a pesar de todas las veces, te pareció desconocido. Con ternura, no con violencia, lo llevaste hasta la cama, hacia esos brazos abiertos que los esperaban. Lo besabas por el cuello, por los hombros, hasta que encontraste sus tetillas. Dos puntos blandos, entre negros y rosados que no quisiste apartar más de tu boca. Mientras jugabas con su cuello y armabas lazos con su lengua, él te iba quitando lo que te quedaba de ropa. Ahí, desnudos, bailaron como niños. A veces pegabas tu oído a su pecho y lo escuchabas latir como un reloj de manecillas enloquecidas. No parabas de mirarlo, de ver que en sus ojos te veías diferente. Te protegía con sus brazos.

La última vez que te sentiste así fue antes de dejarla a ella. El día en que tomaste tus cosas y te fuiste a estudiar a la capital. Le dijiste que no se preocupara por ti, que volverías. No tenías nada, sólo una dirección: Carvajal 69, apartamento 201. Allí te esperaba el Gonza, tu único amigo y quien todas las noches del año que llevas acá, despide a la gente y cierra la puerta. 

Esa noche, mientras sentías dentro de ti una parte de aquel moreno de ojos grandes, te traicionabas. No pudiste contra aquello. Te venció. Sus manos subían y bajaban por tu espalda, te miraba directo a los ojos, se sujetaba de tu pelo mientras suspiraba en tu oído. Arriba, abajo, más duro, más lento, suave para que lo disfrutara. A ratos te detenías para mirarlo y sonreírle. Sabías que estaba nervioso, pero nunca tanto como tú. Lo guiaste todo el camino. Querías que disfrutara esa media hora. Querías que esa media hora no terminara. Te movías con cuidado para no lastimarlo. Te sujetaba para no lastimarte. Te abalanzabas sobre sus tetillas. Sabían saladas, quemaban. A ratos te tirabas hacia atrás y mirabas al techo. Las sombras rojas parecían bailar con ustedes. El perrito del estante te miraba asombrado; te advertía que tuviera cuidado.

Cada vez iba más rápido, colgaba de tu cintura, te miraba a los ojos. Sonreía. No podías dejar de mirarlo. Hasta que sus ojos se perdieron en ti. Gritó. Se abrazó a ti y suspiró. No paraba de jadear. No dejabas de besarlo. Le besabas las tetillas. Te lanzaste sobre su pecho y él empezó a acariciar tu pelo.

“¡Qué bueno que viniste!”, le susurraste al oído. Las palabras se te escabuyeron entre los labios sin premeditación ni alevosía. Recordaste cuando tenías seis años y te regalaron el único juguete que tuviste: el perrito de peluche. Te abrazaste a él como esa noche no te despegabas de aquel pecho. Lo mirabas y te reías. Lo besabas con desesperación, con la alegría que se te empezaba a dibujar en el rostro justo cuando sonó el teléfono. La media hora había terminado. Abajo esperaba el Otro. Tras cortar el celular, volviste a mirarlo. Te volviste a mirar en sus ojos oscuros que te pedían más. De nuevo él te abrazó. “¿En qué piensas?”, le cuestionaste. “En nada”, te contestó. Nuevamente miró al techo, donde bailaban las sombras chinas. Aunque eras consciente de que en la pieza del lado te esperaba el Otro, no podías pararte. Él aprovechó tu debilidad y te acarició la espalda. Nunca nadie te había tratado así. Pero la noche se hacía corta. Casi le suplicaste que te salvara, por poco le imploras que te rescatara. Pero ya no tienes remedio. Le diste un último beso, te pegaste a su cuello para nunca olvidar su olor. Le pediste que te dejara el dinero encima de la mesita de noche y que cuando saliera, cerrara bien la puerta. 

El Gonza lo guió hasta la salida.

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