En tu cuarto...
Hola, hace cuatro meses que no nos vemos. Me estiras la mano, como si te encontraras a cualquiera de tus amigos en medio de una discoteca. Como un imbécil, te abrazo, a ver si así logro rescatar algo de lo que creía nuestro. ¿Qué demonios pudo pasar en estos cuatro meses, que te hicieron olvidarme? No, no me tienes que guiar; conozco cómo llegar hasta con los ojos cerrados a tu cuarto. A ese nido de cuatro paredes en donde he estado tantas veces. ¿Por qué no me miras a los ojos? ¿Hay algo que sabes y que yo desconozco? Te ves diferente. Ahora me gustas más.
Tu cuarto huele igual… es como si se hubiese detenido el tiempo. Sólo que ahora no me deseas como antes, ahora no me buscas, ahora me das un poco de lo que te sobra. Me hablas de algo que no entiendo, de cómo gozas ahora con tus nuevos amigos, de tus planes… y yo sólo puedo pensar en tu boca, en enredar mi lengua con la tuya. Te miro fijamente. Te percatas de que ya no quiero hablar. Con un movimiento que me recuerda que estoy ahí por mi propia insistencia y no por la tuya, cierras la puerta. “Por si llega mi roomate”, me dices. Como si nos aprestáramos a pecar entre las sábanas de tu cama. Te miro, me acerco a ti y sin más, te planto un beso. El que me correspondes, pero más por un arranque lujurioso que por otra cosa. Me siento tan usado, tan idiota. Con una mano intento quitar tu camisa y con la otra me paseo por ese camino que fue tan mío. El níveo trayecto de tu espalda. Con mi nariz, me acerco a tu cuello, a ese que siempre huele a ti. Porque tu olor no se asemeja al de nadie. Nadie… así me siento hoy, como si nadie fuera capaz de entender lo que me pasa. Las ganas van creciendo. Con desespero te quito la ropa, me quitas la mía. Ahí estamos de nuevo. Yo, intentando retenerte, tú, tratando de explicarme que después de esta no habrá más noches. No lo quiero entender. Prefiero saborearte, suavizar con mi lengua el filo seco y frío de tu desgano. Por favor, bésame como antes. No lo hagas en automático.
Caemos en tu cama. Me acomodo, te acomodas. Nunca antes habíamos necesitado hablar para entendernos. Esta noche, sí. Un poco más arriba, déjame acomodarme, ponte de espaldas. Era como hacerlo con una almohada. No me mirabas. Intenté enredarme en tu pelo, abrazarte para que no te me fueras. Pero cada vez estabas más lejos. Pasaban los minutos y veía cómo deseabas que todo aquello terminara. Era más una tortura que otra cosa. ¿En qué momento me olvidaste? ¿Cuándo me convertí en una piedrita en tu zapato?
Yo, cercano al éxtasis, a ese que sólo tú sabes provocar. Tú, mirándome con tristeza, con lástima quizás, por ese que te suplicaba que quería sentirte dentro. “Hoy no”. Con esas palabras sentenciaste lo nuestro. Allí acabaría. Era cuestión de unos minutos más, de un grito aliviado, de un temblor furtivo. Jadeos, cansancio, explosión fría que me heló el pensamiento. Al terminar, te abracé. Me mantuve oliéndote, como en un intento desesperado por llevarme aunque fuera tu olor. Quería tener algo tuyo. Pero no me lo quieres dar. Jugaba con tu nuevo pelo rubio, buscando decirte con estas manos lo mucho que ahora significas para mí. No lo querías escuchar. Buscabas todas las maneras para despedirme. Mencionaste tu cansancio, el amigo que venía de camino a visitarte, tus planes para el día siguiente. Hablabas de cualquier cosa, con tal de no escuchar cuando te decía lo mucho que te había extrañado. Yo no lo entendí. Quizás porque no quería comprenderlo, mis oídos se cerraron, mis sentidos se distorsionaron. Pero esa noche fue la última. Aunque yo no lo quisiera ver, sentir, escuchar, saborear, oler. No volveré a pisar el que fue nuestro lecho. Ese cuarto donde llegué casi a pernoctar. Una noche sí, otra no. Ese lugar donde alguna vez me dijiste: “Sólo tres meses y no puedo sacarte de mi mente”. Ahora soy yo quien no puede expropiarte de la mía. Yo… cobarde, porque nunca te dije que te quiero. Yo… insensible porque nunca me percaté de que tú también me quisiste. O al menos, eso quise creer.
Ahora no hay ni tú ni yo. Hoy, sólo vacío. Nada.
Tu cuarto huele igual… es como si se hubiese detenido el tiempo. Sólo que ahora no me deseas como antes, ahora no me buscas, ahora me das un poco de lo que te sobra. Me hablas de algo que no entiendo, de cómo gozas ahora con tus nuevos amigos, de tus planes… y yo sólo puedo pensar en tu boca, en enredar mi lengua con la tuya. Te miro fijamente. Te percatas de que ya no quiero hablar. Con un movimiento que me recuerda que estoy ahí por mi propia insistencia y no por la tuya, cierras la puerta. “Por si llega mi roomate”, me dices. Como si nos aprestáramos a pecar entre las sábanas de tu cama. Te miro, me acerco a ti y sin más, te planto un beso. El que me correspondes, pero más por un arranque lujurioso que por otra cosa. Me siento tan usado, tan idiota. Con una mano intento quitar tu camisa y con la otra me paseo por ese camino que fue tan mío. El níveo trayecto de tu espalda. Con mi nariz, me acerco a tu cuello, a ese que siempre huele a ti. Porque tu olor no se asemeja al de nadie. Nadie… así me siento hoy, como si nadie fuera capaz de entender lo que me pasa. Las ganas van creciendo. Con desespero te quito la ropa, me quitas la mía. Ahí estamos de nuevo. Yo, intentando retenerte, tú, tratando de explicarme que después de esta no habrá más noches. No lo quiero entender. Prefiero saborearte, suavizar con mi lengua el filo seco y frío de tu desgano. Por favor, bésame como antes. No lo hagas en automático.
Caemos en tu cama. Me acomodo, te acomodas. Nunca antes habíamos necesitado hablar para entendernos. Esta noche, sí. Un poco más arriba, déjame acomodarme, ponte de espaldas. Era como hacerlo con una almohada. No me mirabas. Intenté enredarme en tu pelo, abrazarte para que no te me fueras. Pero cada vez estabas más lejos. Pasaban los minutos y veía cómo deseabas que todo aquello terminara. Era más una tortura que otra cosa. ¿En qué momento me olvidaste? ¿Cuándo me convertí en una piedrita en tu zapato?
Yo, cercano al éxtasis, a ese que sólo tú sabes provocar. Tú, mirándome con tristeza, con lástima quizás, por ese que te suplicaba que quería sentirte dentro. “Hoy no”. Con esas palabras sentenciaste lo nuestro. Allí acabaría. Era cuestión de unos minutos más, de un grito aliviado, de un temblor furtivo. Jadeos, cansancio, explosión fría que me heló el pensamiento. Al terminar, te abracé. Me mantuve oliéndote, como en un intento desesperado por llevarme aunque fuera tu olor. Quería tener algo tuyo. Pero no me lo quieres dar. Jugaba con tu nuevo pelo rubio, buscando decirte con estas manos lo mucho que ahora significas para mí. No lo querías escuchar. Buscabas todas las maneras para despedirme. Mencionaste tu cansancio, el amigo que venía de camino a visitarte, tus planes para el día siguiente. Hablabas de cualquier cosa, con tal de no escuchar cuando te decía lo mucho que te había extrañado. Yo no lo entendí. Quizás porque no quería comprenderlo, mis oídos se cerraron, mis sentidos se distorsionaron. Pero esa noche fue la última. Aunque yo no lo quisiera ver, sentir, escuchar, saborear, oler. No volveré a pisar el que fue nuestro lecho. Ese cuarto donde llegué casi a pernoctar. Una noche sí, otra no. Ese lugar donde alguna vez me dijiste: “Sólo tres meses y no puedo sacarte de mi mente”. Ahora soy yo quien no puede expropiarte de la mía. Yo… cobarde, porque nunca te dije que te quiero. Yo… insensible porque nunca me percaté de que tú también me quisiste. O al menos, eso quise creer.
Ahora no hay ni tú ni yo. Hoy, sólo vacío. Nada.
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