Hombres y posturitas

Nota: Sé que es un texto demasiado largo para leerlo en Internet, pero igual lo voy a subir. Je, je, je...


I.

A Ismael Serrano
“No. Eres tú quien sueña solo
aquel efecto noble compartido,
cuyos ecos despiertan por tu mente desierta
como en la concha los del mar que ya no existe”.
-Luis Cernuda

Estiraste la mano, y no encontraste a nadie. Te diste cuenta de que el tintineo de metal y vidrio venía de la cocina, donde Marta preparaba el revoltillo dominguero. Aunque era diciembre, dentro de tu casa no se sentía brisa alguna. Ni siquiera las ráfagas que tumbaron los flamingos rosados de plástico de tu vecino. Allí, en cambio, habitaba el calor. No era sofocante, ni cortaba la respiración. Era como el suspiro tibio del horno cuando a ella le daba por verificar que estuvieran listos los “cup-cakes”. 
 Antes de llegar al baño, te miraste en el espejo. No sabías si eliminar la sombra de barba que se asomaba inquieta o dejarla seducir. Notaste un asomo de ojeras que no parecían encajar en la escena de domingo feliz. ¿Serían las pastillas nuevas para dormir? Tus ojos siguieron hacia abajo y te encontraste de nuevo con tu barriga, que amenazaba con perder la forma que costó tantas horas de gimnasio. No bajaste más la vista, porque justo cuando saludaba una incipiente erección mañanera, la interrumpió un grito: “¡Luis, los huevos se están enfriando!”. 
 Nunca superaste tu manía de comer desayuno sin importar la hora en que te levantes. Por eso, aunque fueran las 2 p.m., huías de comerte un plato de arroz y habichuelas. “Eso es comida de obrero”, sentenciaste en tu primer desayuno de hombre casado. Han pasado siete años desde aquel momento. 
 Ya en el comedor, la viste. Es bonita, pensaste. Hacía mucho que no pensabas algo así. La miraste sonreír, vestida con su bata rosada con flores blancas. Es bonita, te repetiste. Te devoraste los huevos y la volviste a mirar. Un beso en la mejilla derecha y la puerta que se cierra, dejando atrás tu jaula. 
 Trazaste una ruta imaginaria. La de cada domingo. Miraste las rosas de tu jardín y te viste tentado a cortar una. Pero, ¿para quién? ¿Para qué? Ni siquiera te acercaste al rosal y preferiste seguir caminando. Te diste cuenta de que todas las casas de tu urbanización se parecen. Cuadradas cajas de cemento sembradas en uno de los pocos espacios planos del pueblo. Caminaste por diez minutos hasta lograr salir del laberinto cuadriculado de casas amarillas. Repasando tu ruta imaginaria, doblaste a la izquierda en la primera calle. 
Subiste una cuesta y pasaste por el lado de la escuela. Observaste detenidamente el árbol del patio. Grande, imponente, como el maestro de Educación Física que te sorprendió tocando a uno de tus compañeros del salón a la sombra de ese mismo árbol. Tenías ocho años y ese día aprendiste que a los nenes sólo se les puede mirar. Tocarlos no está permitido. 
 Te acomodaste la erección que delataba tus memorias infantiles y seguiste subiendo. La plaza pública del pueblo se asomaba frente a tus ojos. Cuando volteaste la vista, y notaste la distancia recorrida, sentiste que los 42 años todavía no te han pasado por encima. Al mirar tu reloj –que marcaba las 3:00 p.m.–, recordaste que tres cuadras a la derecha de la plaza, está el Bar de Tony. Sabes que a esa hora, está repleto de machos sudorosos jugando billar. Aceleraste el paso hasta llegar a la puerta. Entraste y te sentaste en la barra. 
 -Una cerveza.
 Tony no es de los que le gusta conversar con los clientes, aunque a veces los mira como si supiera todos sus secretos. Te puso la botella escarchada enfrente. La ignoraste por varios segundos. Los mismos que te tomó mirar aquellas nalgas redondas que apuntaban hacia ti, abrazadas por un mahón despintado. Era nuevo. Nunca lo habías visto en el bar. Tenía la espalda ancha, los brazos perfectamente delineados. Por la forma en que agarraba el taco, adivinaste que era constructor. Justo cuando te percataste de la línea oscura que dibujaba su sudor en la camisa azul marino, agarraste la cerveza. Bebiste como intentando que el chorro helado congelara la sangre caliente que ya había provocado un bulto en tu pantalón. El constructor golpeó la bola de billar color hueso y enderezó su espalda. Se dio la vuelta, sus miradas se cruzaron y te sonrió. Te pareció que sus dientes eran demasiado blancos, pero quizás era producto del contraste con su piel. 
La leve alfombra de pelos negros que asomaban indiscretos por el cuello de su camiseta, te recordaron a Alberto, tu mejor amigo de la escuela superior. Él también tenía esa juguetona moña de pelo en el pecho. La descubriste la noche en que, borrachos los dos, empezaste a masturbarlo en los bancos de la cancha de la escuela. Aquella noche, fue tu primera borrachera. Se bebieron tres botellas del ron que vendía el papá de Alberto en su negocio. Se sentaron detrás de los bancos de la cancha de baloncesto, porque estaban alejados y en la oscuridad, nadie los descubriría allí. El ron hacía que no pararan de reírse y de comentar acerca de las compañeras de clase. En uno de esos ataques de risa, tu mano se metió entre sus piernas y agarraste con fuerza. A él le gustó. Paró de reír a carcajadas y sólo dejaba ver una media sonrisa placentera. Le bajaste el pantalón y comenzaste un movimiento lento. Cerró los ojos y se dejó llevar. Disfrutaba. Sin parar de moverlo, te lo llevaste a la boca. Chupaste con delicadeza. Sabía salado al principio, pero después empezó a endulzar. Alberto elevaba sus caderas y gemía de vez en cuando, sin quitar la botella de su boca. Tú succionabas el pedazo de carne que siempre quisiste saborear. Hasta que te sorprendió aquel disparo blanco que instintivamente empezaste a tragar. Cuando levantaste la mirada, Alberto se había quedado dormido. Al otro día, cuando trataste de mencionar lo sucedido, te miró serio. 
-Yo no sé de qué hablas- dijo.
Fue la última vez que te habló. Ese día aprendiste que los hombres que tienen sexo con hombres, pierden la memoria. 
 *El constructor se sentó al lado tuyo en la barra y te trajo de vuelta de tus remembranzas. No te atreviste a hablarle. Te limitabas a sonreír nervioso ante cada comentario casual que soltaba. Que si el calor, que si las apuestas, que si la pelea de boxeo de la noche anterior. Todos, intentos por entablar conversación, que colisionaban con tu sonrisita tensa. Terminaste la cerveza, la pagaste y te fuiste del bar; a la próxima parada. 
 Cuando trazaste la ruta imaginaria horas atrás, lo hiciste decidido, pero cuando te paraste frente a la puerta del baño de Caballeros en la Plaza del Mercado, te temblaron las rodillas. 
No había tiempo para dudar. Todos saben lo que pasa en ese baño, así que lo mejor es entrar rápido, si decides hacerlo. 
 Entraste. Miraste por debajo a ver si había alguien en los cubículos. Nadie. Te metiste al último y esperaste hasta que unos pasos se acercaron. Caminaron, abrieron la puerta del cubículo del lado, la cerraron y escuchaste el “zipper” de un pantalón. La respiración en aumento competía con el ruido de un ventilador oxidado que soplaba asmático sobre los lavamanos. Te apoyaste sobre el inodoro para poder mirar por arriba del panel. Entonces, lo viste. 
Esteban, tu vecino de atrás, estaba de pie con los pantalones y calzoncillos hasta las rodillas. Sujetaba con las dos manos la cabeza de un joven. No tendría menos de 19 años y chupaba con una mezcla de delicadeza y desenfreno que enloquecían a tu vecino. Las caderas se movían, las manos halaban el pelo del chico. Pelvis y cabeza bailaban un vals frenético que a ratos se convertía en merengue. Hasta que tu propia respiración y el sonido de tu mano frotándose contra tu piel, te delataron. Esteban alzó la vista y sus ojos se clavaron en ti. Fueron tres segundos. Quizás menos, pero supiste que te reconoció. 
 Te abrochaste el pantalón y saliste corriendo de allí. Aunque no había nadie cerca de los baños, sentías como si el pueblo entero te hubiese visto salir por aquella puerta. 
Percibías la risita burlona de dos niños que corrían bicicleta en la plaza pública. Olías el susurro de la señora que tomaba café en su balcón junto a su vecina. Casi podías verla levantar su ceja mientras te señalaba con los labios. Podrías jurar haber escuchado al cura del pueblo dando un sermón sobre los valores de la familia. Creíste que todos te miraban y aceleraste el paso. Llegaste a la urbanización casi corriendo. Te sentaste cerca de la entrada para recuperar un poco el aliento. Suspiraste. 
 A los cinco minutos, caminaste hasta tu casa. Allí viste a Marta, parada en el jardín hablando con Cristina, la esposa de tu vecino de atrás. 
 -Mi amor, Cristina y Esteban van a ser papás- te anunció tu mujer. 
 Sin poder mirarlas a la cara y justo antes de entrar a tu casa, sólo alcanzaste a escuchar a Cristina.
 -Sí, ahora mismo Esteban está en la mueblería comprando una cuna.

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