Noche

Iba por el segundo cigarrillo cuando se rompió el silencio que antes decoraba únicamente el ronroneo del aire acondicionado.

“¿Tienes el cambio exacto?”, escuchó.

Él apagó el cigarrillo. Buscó en el bolsillo de atrás de su pantalón. Sacó su billetera y la giró cuidadosamente para que no se viera su licencia de conducir. Contó los billetes y se los dio.

Cuando se abrió la ventanita, apareció un par de manos. Eran oscuras, callosas, seguramente con alguna marca de lodo entre las uñas. Allí, Ella depositó el dinero. Cerró con cuidado la ventanita, segura que el de las manos seguiría allí por unos segundos tratando de adivinar sus rostros, de inventar la historia de esos dos.

Él se acercó y deslizó un dedo por debajo de su falda. Temblaba. Lo hacía casi al compás del aire acondicionado. Empezó a subir por sus muslos, mientras Ella intentaba controlar la respiración. Él tenía las yemas de los dedos suaves, sudorosas –o quizás el sudor era el de Ella. Nunca lo sabrán. El dedo índice rozó el borde de sus pantaletas. Las había comprado un mes antes. Estaban ocultas detrás de otras color negro en la tienda. Tan pronto las tocó, supo que tenía que comprarlas, aunque no tenía idea de cuándo las usaría. No alcanzó a recordar bien las palabras de la vendedora de la tienda, cuando sintió que Él presionaba sus dedos. Entonces, Ella lo detuvo.

“Háblame un poco antes”.

“¿Qué quieres que te diga?”, respondió Él, confundido.

“Cualquier cosa. No sé… ¿De dónde eres?”.

“No vivo cerca de aquí”, comenzó a inventar Él. “Vine solamente por trabajo… Es la primera vez que voy a ese bar”.

“Ok, mejor no digas nada más. Es mejor así”, interrumpió Ella y se soltó un botón de la blusa. Él intentó ayudarla, pero Ella no se lo permitió. En cambio, tomó su mano y la llevó nuevamente debajo de la falda. Esta vez, los movimientos fueron más rápidos. Al acercar sus dedos, él sintió la humedad. Y nuevamente, Ella respiró acelerada. Él dibujó un camino imaginario mientras se acercaba a su pubis.

“¿Te molesta si apagamos la luz?”, volvió a interrumpir Ella. Esta vez, sin el tono grave de su voz, que parecía sacado de una línea telefónica para adultos.

Él, cansado ya de tanta interrupción, sólo movió su cabeza en negación. Ella se estiró hasta la lámpara. Unos segundos más y ya estaba todo oscuro. A Él le costará recordar ese momento. Sólo se veían los números fosforescentes del reloj barato encima de la mesita de noche, y el segundero que avanzaba sin piedad anunciando que era casi media noche.

Estaban sentados a pocas pulgadas en la cama y Él podía casi saborear su olor. Era una mezcla de musgo y rosas; seguramente por el jabón perfumado que Ella usó antes de salir de su casa. A tientas, se acercó para besarla. Se mojó los labios, tocó los de Ella, pero no se abrían. Presionó sutilmente con su lengua. No hubo respuesta. Tocó su hombro con la mano izquierda, con la derecha se deslizó desde su tobillo hasta su cuello, pasando por la cintura, su abdomen y sus pechos. Ella seguía estática, aumentando el ritmo de su respiración.

“¿Te pasa algo?”, le cuestionó Él.

“Nada, es que estoy nerviosa. No me hagas caso. Sigue”.

Cómo no iba a estarlo. Salió de su casa a las ocho de la noche. Llegó al bar a las 8:45. Se tomó un trago que a los diez minutos ya era más agua que alcohol. Mientras movía los pocos trozos de hielo que aún no se derretían, lo vio al otro lado de la barra. Estaba solo. Vestía corbata color vino, camisa blanca, traje negro. Llevaba el pelo impecable, brilloso y estirado hacia atrás. Negrísimo. La mirada perdida; una mezcla entre ternura y perversión. Era exactamente como Ella lo deseaba. Se quedó mirándolo fijamente hasta que Él le respondió la mirada. Dudoso, le sonrió para saber si era a él a quien miraba con tan poco disimulo. Ella se acercó y se sentó a su lado. Inició la conversación como pudo e intentando no dar demasiados detalles de su vida. Él tampoco dijo mucho. Rieron acerca de cualquier cosa. Tomaron un trago más y salieron de allí. El trayecto tampoco fue muy distinto. Poca conversación, un ligero roce de manos, el sonido inquietante de las canciones techno que Él prefería escuchar. Y ahora estaban allí, en un intento de beso, en un experimento de carnes que no prometía, en un baile de máscaras en la cama de un motel.

Empezó a quitarle la blusa y a acariciarle el pelo. Era suave y también olía bien, aunque no lo suficiente para opacar el olor a musgo que emanaba de debajo su falda.

“¿En qué piensas?”, espetó Ella y rompió nuevamente con el toqueteo.

“No pienso en nada”, explicó furioso. Intentó continuar quitándole la blusa y cualquier pedazo de tela que continuara separándolos.

“¿Cómo es que no piensas en nada?”, insistió Ella.

“Pienso en lo mucho que me gustas”, trató Él de convencerla.

“¿Por qué te gusto?”.

Él no supo responder. Pensó en que realmente no le gustaba. En que prefería a su esposa. Pensó en que estaba allí, porque Ella se le acercó, él estaba solo, aburrido y hastiado de vivir sus días sentado en un escritorio revisando documentos repletos de números y códigos. Recordó cuando supo que no obtendría el puesto que necesitaba para salir del lío económico que le provocó su adicción a las apuestas.

Esa noche era su cumpleaños. De seguro, su esposa le había preparado una cena que terminó dentro de varios contenedores plásticos, luego de que Él la llamara con la excusa de una reunión de última hora con el jefe. Pensaba en esto mientras sin darse cuenta, apretaba firme con las yemas de sus dedos el cuello de Ella.

Ya no tenía la respiración agitada. De hecho, apenas respiraba. Sus intentos de tomar aire se ahogaban con el ronroneo asmático del aire acondicionado.

Él presionaba y pensaba en el charco de sangre en que encontró a su esposa la noche en que se deshicieron sus planes de tener un hijo. Casi pudo oler el feto que parecía flotar en aquel lago rojo. Y así, la garganta de Ella se llenaba de un sabor amargo, el ronroneo acondicionado se escuchaba cada vez más lejos, el temblor de sus piernas disminuía, la presión con que sujetaba las sábanas iba cediendo.

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